Las maletas de la vocación

En la excursión anual a Medina de Pomar para saludar a nuestros amigos, hicimos una visita al Museo y a la Iglesia del Monasterio. Cada vez que entro al Monasterio de Santa Clara me emociono viendo el progreso de esta joya arquitectónica que conocí hace más de medio siglo atrás recordando cómo ha evolucionado hasta conseguir el esplendor que ahora tiene. Tenia 10 años cuando en una excursión del colegio nos enseñaron por primera vez el Monasterio y lo que más recuerdo de aquella primera visita fue el momento en el que pusieron en marcha el mecanismo del famoso Manifestador de la Paloma que subia y bajaba y se desplegaba como si fueran rayos solares de un dorado brillante. Aquello me pareció magia y me quedé prendada del Monasterio. Luego mis padres compraron una casita en Medina y en los veranos íbamos muy a menudo a pasearnos hasta el Monasterio, cerca del río. Mi memoria activa recuerdos que recorren este mismo lugar y me veo pidiendo a las monjas la llave para ver el Cristo de Gregorio Fernández, ellas la metían en un cajón que se hundía con mucho misterio dentro de la pared del vestíbulo de la iglesia, abríamos la cancela y allí aparecía esta maravillosa imagen tras unas rejas medievales. Luego entrabas en la iglesia y te topabas encima de tu cabeza y debajo del coro, con las renancentistas esculturas en alabastro de Maria de Tovar e Iñigo Fernandez de Velasco y me llamaba mucho la atención aquellas modas del siglo XIV donde ella se vestía casi como una monja y en él sobresalia su vistosa bragueta de armar, simbolo de las cualidades de los gobernantes como la virilidad, la militaridad, la gobernanza. A finales del siglo pasado se rodó un documental sobre el Monasterio y la influencia de la familia Velasco, donde me vistieron de monja, me paseaban por el convento y terminaba declamando junto al comulgatorio de clausura del siglo XVI que se ve en la foto...yo, sor Inés de Villasanza, hija de San Agustín de Hipona.... Allá por los años 90 del siglo pasado, tuve mucho contacto con el Monasterio y sus monjas y nunca he dejado de acordarme de aquellas historias. Ahora, en sus veranos, disfrutamos de su impecable hospedería, de la exquisita repostería de las monjas herederas de los secretos de un pastelero jubilado del pueblo que hacía unos "chevalier" deliciosos; de alguna confidencia junto al torno con ellas, de la misa de 9 de la mañana y sobre todo de la paz que por las noches rodea el recinto sabiendo que ellas están cerca rezando por nosotros y por el mundo, que tanta falta nos hace. Me sorprendió ver en una de las salas del Museo un lugar destinado a los baúles y maletas que traían las postulantes a monjas, algunas con centurias de vida y otras muy modernas, señal de su permanencia desde hace más de siete siglos, dejando constancia de su adiós al mundo y de su entrada en la antesala de lo divino.
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